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Ética

Mucho más que un "comportamiento socialmente responsable"

La empresa, la negociación en los mercados financieros y en general la actividad económica operan bajo la presunción de confianza y buena fe, reforzadas por normas legales. En una perspectiva más amplia, todas las sociedades se han dotado desde el primer momento de sistemas punitivos que garantizan el cumplimiento de ciertas normas de conducta a través de penalizaciones proporcionales al daño ocasionado. ¿Por qué la Economía habría de ser diferente? ¿Por qué habría de prevalecer una interpretación postmoderna de la ley del más fuerte?

Resulta llamativo que hayan sido la desregulación y la liberalización, que prometieron más y mejor calidad de vida, progreso económico y una retribución más justa para el esfuerzo y la capacidad individual, hayan sido los colaboradores necesarios en una crisis que no solo ha causado un daño masivo en el tejido económico, sino que también ha deteriorado elementos sustanciales del contrato social que rige las sociedades, incluyendo principios profundamente asentados en nuestra cultura como la solidaridad y la igualdad, por no mencionar el premio al esfuerzo o la expectativa de progreso y promoción.

Es fácil caer en el simplismo de interpretar estos argumentos como una diatriba política. Quizá como un intento de manipulación. Pero cabe recordar que fue Friedman, un fervoroso defensor del libre mercado, quien escribió:

«Por supuesto, la existencia de un mercado libre no excluye la necesidad de un gobierno. Por el contrario, como hemos dicho, el gobierno es esencial como foro para determinar ‘las reglas del juego’ y como árbitro para aplicar las reglas que se decidan»

Es muy posible que Friedman, fustigador incansable de la intervención pública, se refiriese a un sistema legal que elevase el dogma neoliberal al rango de norma de obligado cumplimiento, y a un gobierno que protegiese los intereses particulares de ciertos colectivos. El interés de Friedman por influir en la política económica y sesgar la formación de los nuevos economistas hacia la ideología neoliberal está ampliamente documentado, y dio lugar a una fuerte controversia académica que subsiste todavía hoy, ante la acumulación de evidencias que ponen de manifiesto los daños causados por esta política en amplias secciones de la población desde 2008.

Sin embargo la demanda de regulación y de acciones para impedir el abuso de los mecanismos de mercado no es nueva, ni tampoco puede ser atribuida a una ideología política en particular. Alguien tan poco sospechoso como Adam Smith nos regaló esta demoledora declaración:

“Cualquier propuesta de una nueva ley o regulación comercial que venga de esta categoría de personas [el texto original se refiere literalmente a 'los comerciantes', quizá pueda interpretarse en un sentido más amplio como 'empresario'] debe siempre ser considerada con la máxima precaución, y nunca debe ser adoptada sino después de una investigación prolongada y cuidadosa, desarrollada no sólo con la atención más escrupulosa, sino también con el máximo recelo. Porque provendrá de una clase de hombres cuyos intereses nunca coinciden exactamente con los de la sociedad, que tienen generalmente un interés en engañar e incluso oprimir a la comunidad, y que de hecho la han engañado y oprimido en numerosas oportunidades” (Adam Smith: La riqueza de las naciones)

Adam Smith ha pasado a la historia como el fundador de la Economía y con frecuencia es citado, de manera sesgada cuando no simplemente errónea, como defensor a ultranza de la libertad individual. Smith era Catedrático de Filosofía Moral, es decir, de ética, y en sus obras abundan las referencias a la empatía, a lo que en lenguaje actual podríamos denominar solidaridad. Smith compartía el principio de que el hombre estaba guiado por el egoísmo pero, a diferencia de Hobbes, enfatizaba que las normas morales debían reconducir esos instintos para evitar que la dinámica social derivase en un enfrentamiento continuo.

Desde su punto de vista, no todas las acciones individuales eran válidas, ni socialmente aceptables. Ni la libertad individual ni el ánimo de lucro podían ser esgrimidos como justificación. Por señalar solo un ejemplo, Smith argumentó la equidad (sic.) para reclamar una distribución razonable de las rentas de la producción. Esta es su declaración, en sus propias palabras y en la versión original en inglés:

“Servants, labourers, and workmen of different kinds, make up the far greater part of every great political society. But what improves the circumstances of the greater part can never be regarded as an inconveniency to the whole. No society can surely be flourishing and happy, of which the far greater part of the members are poor and miserable. It is but equity, besides, that they who feed, clothe, and lodge the whole body of the people, should have such a share of the produce of their own labour as to be themselves tolerably well fed, clothed, and lodged.” (Adam Smith: An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. Libro Primero, Capítulo 8: Of the Wages of Labour)

Con frecuencia la "picaresca", incluso algunos comportamientos abiertamente antisociales, se interpretan como exponentes del emprendimiento y el libre mercado. Sin embargo, lo cierto es que la ausencia de normas justas y equitativas, y de penalizaciones eficaces para los incumplidores, perturba el funcionamiento del sistema económico. La libre competencia se basa en la iniciativa individual, pero también en un principio básico de igualdad que garantiza la supervivencia de las unidades económicas más eficientes y productivas, y la expulsión de aquellas otras que no son capaces de mantener la competencia.

Permitir que algunos agentes se beneficien impunemente de “ventajas” proporcionadas por prácticas corruptas o desleales es radicalmente contrario a la lógica capitalista y al libre mercado. Además, debilita algunos de sus mecanismos principales (como el premio al esfuerzo, y el incentivo para la búsqueda de mejoras en la productividad), y redunda en una asignación ineficiente de recursos en el sistema económico. Todo ello debería resultar intolerable incluso para el más purista neoliberal.

  • ¿Aportaría capitales a una empresa si no existen mecanismos eficaces para controlar su actividad y la gestión de los directivos?
  • ¿Entregaría recursos o confiaría un proyecto a un tercero, si no existen normas que aseguren la eficacia de los contratos y penalizaciones en caso de incumplimiento?

  • ¿Realizaría inversiones en un país cuyo marco normativo es inestable, o está sometido a los dictados de una minoría?

  • ¿Cómo afectaría a sus decisiones económicas la existencia de prácticas corruptas?

  • ¿Cómo afecta a su empresa el hecho de que un competidor incumpla sus obligaciones fiscales, por ejemplo facturando sin IVA o sirviéndose de trabajadores sin contrato?

  • ¿Participaría en un juego en el que uno de los jugadores se apropia de las ganancias que pueda lograr, pero traslada siempre las pérdidas al resto de jugadores?

La crisis de 2008-?? demuestra la existencia de un riesgo moral incontrolado; corrobora que, tal y como había predicho décadas atrás John Kenneth Galbraith, el dogma neoliberal no se sostiene porque los mercados perfectos no existen, y su dinámica natural tiende a convertirlos en oligopolios; confirma que una intervención pública moderada conduce a sistemas socialmente más justos, y también más beneficiosos para las propias empresas, que un sistema liberalizado desbridado y guiado por la codicia. Y pone delante de nuestros ojos la paradoja de que los causantes del desastre no solo eludan su responsabilidad, sino que además impongan a la sociedad sus reglas y exijan una socialización de las pérdidas que recae, precisamente, sobre los más débiles: quienes han perdido sus empleos, quienes se han visto perjudicados por la codicia de agentes económicos perfectamente identificables, quienes soportan el grueso del esfuerzo fiscal y han sufragado el saneamiento del sistema financiero.

La crisis, que debería haber ocasionado un castigo ejemplarizante a la falta de honestidad, a la voracidad y a los excesos de los mercados y a la laxitud de los supervisores, ha acabado socavando las bases éticas sobre las que se fundamentan las sociedades modernas: la igualdad, la solidaridad, la progresividad tributaria, la protección de los colectivos más vulnerables... Y ha fulminado los últimos vestigios de la cultura de esfuerzo y responsabilidad. Todo ello habría sido imposible si la desregulación de los ochenta y noventa no hubiese suprimido los instrumentos regulatorios existentes hasta ese momento, y con ellos, los recursos disponibles para controlar y penalizar el riesgo moral, naturalmente también los incumplimientos normativos.

Es posible que aún considere todo eso un panfleto político. Nuevamente Adam Smith viene al rescate, en este caso pronunciándose sobre la necesidad de reglas que aseguren la justicia (sic.) y el juego limpio en la actividad económica:

“En la carrera hacia la riqueza…él podrá correr con todas sus fuerzas (…) Pero si empuja o derriba a alguno, la indulgencia de los espectadores se esfuma. Se trata de una violación del juego limpio, que no podrán aceptar (…) la sociedad nunca puede subsistir entre quienes están constantemente prestos a herir y dañar a otros (…) La beneficencia, por tanto, es menos esencial para la existencia de la sociedad que la justicia. La sociedad puede mantenerse sin beneficencia, aunque no es la situación más confortable; pero si prevalece la injusticia, su destrucción será completa (…) La beneficencia…es el adorno que embellece el edificio….La justicia, en cambio, es el pilar fundamental en el que se apoya todo el edificio. Si desaparece, entonces el inmenso tejido de la sociedad humana…en un momento será pulverizada en átomos” (Adam Smith. Teoría de los sentimientos morales).